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Bohemian Rapsody
Alejandro González  | 01.01.2011 - 21:10h.
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Alejandro González  | 01.01.2011 - 21:10h.


Os escribo desde El Parque de Doña Casilda de Bilbao. Hoy es 31 de Diciembre y me he venido a este lugar, apacible y con cierto encanto, a apurar mi estancia en Bilbao, haciendo tiempo hasta la salida de mi vuelo de vuelta a casa. El sonido del fluir del agua en el estanque que tengo justo al lado es casi el único ruido que se puede percibir aquí. Uno de esos estanques con ánades varias e incluso algún pavo real dándose un garbeo. Un escenario parecido a ese al que tantas veces acudía cuando era pequeño. Tranquilos, que no os voy a contar mi vida. O quizá si, no lo tengo claro. De hecho, me había acercado a este sitio por otro motivo, que igual os cuento luego, y he acabado sacando el portátil para escribir. Así que, a partir de este párrafo, advertidos quedáis, ya que no sé muy bien que voy a contar, sólo sé que me apetecía arrancar a escribir.


De todas maneras, va sobre baloncesto, como siempre. Aunque no lo parezca, la mención de los patos abre ese camino. Aves y baloncesto. Así comenzó todo. Tardé “bastante tiempo” en interesarme por el baloncesto. Hasta entonces yo había jugado a balonmano, el deporte estrella en mi colegio, e incluso había hecho algunos pinitos en tenis y hockey. No había prestado la más mínima atención a aquel deporte de tíos altos dando saltos alrededor de un aro hasta que, de repente, saltó una chispa. Y sí, saltó con patos de por medio. Una tarde de domingo, y yo andaba allí pululando alrededor del estanque, tan feliz, tirándole comida a patos, cisnes y demás compañeros ornitológicos. Un pato se quedó quieto y yo comencé a “apuntar” hacia su pico. Mientras el pato, que debía ser el sibarita del grupo ya que en ningún momento hizo esfuerzo alguno por ir a por alguna de las migas que no cayesen cerca, se iba poniendo cetrino de pan, yo me daba cuenta de que estaba lanzando a canasta, como esos tíos altos que entrenaban en la pista de al lado de la nuestra, la del equipo de balonmano.


Así que al día siguiente, lunes, fui al colegio pensando en lo que siempre teníamos al lado mientras entrenábamos, con revoltosa curiosidad. Cuando acabó nuestra sesión física (vaya palizas nos daba la entrenadora), ya por la tarde, y como aun tenía algo de tiempo antes de bajar a la estación de buses, cogí mi balón de balonmano y me fui a la ya vacía pista de basket. Me puse en aquel arco exterior en el que, según tenía entendido, valía más cuando encestabas, y comencé a tirar a canasta tal y como yo solía tirar las vaselinas desde el extremo en los partidos de balonmano. Mi única manera de meter gol, y quizá el único destello que evitaba que fuese un verdadero manta. Iba tirando, e iba anotando lo que después supe que se llamaban triples. Quizá fue cuestión de ego, al ver el repentino éxito en tan novedosa empresa, pero el caso es que aquello me atrapó. Sobre todo era el sonido de la red, muy tenue, como si está quisiese protestar ante la aparición de un balón “extraño” entrando en ella. Nunca supe cuanto tiempo había pasado lanzando, pero debió ser bastante porque estuve a punto de perder el bus. De hecho, me devolvió a la realidad una voz que gritó tras de mí: “!chaval!”. Era el entrenador de baloncesto, que me dijo “dos cosas rápidas: la primera, más te vale correr porque creo que los autobuses ya están saliendo de la explanada; y la segunda, a ver si algún día te vienes a probar con nuestro equipo, a ver si también eres capaz de meter así la pelota naranja grande”. Un pato vago, una curiosidad y una coincidencia que construyeron el inicio de una pasión.


Es curioso que mi mente se vaya al momento en el que comenzó mi relación con el baloncesto justo ahora, cuando restan pocas horas para que acabe el 2010, el año en el que este deporte ha pasado, ya oficialmente, a ser mi profesión. El baloncesto ha sido una de las pocas cosas, casi casi la única, que me ha mantenido vivo y mentalmente sano en un año muy duro y exigente desde el punto de vista personal. Un bunker en el que refugiarme para descansar, antes de volver a salir a lidiar con las diversas tormentas que he ido encontrando. En 2010 la afición y el sueño se convirtieron en realidad. Aquella base de datos de jugadores jóvenes que fui haciendo durante años como hobby, para mi uso y disfrute privado, acabo convirtiéndose, afortunada evolución, en un proyecto profesional y la fuente de todo lo que ahora voy viviendo y experimentando.


El salto al profesionalismo, al menos por definición, podría parecer marcado por la recepción de dinero a cambio de un trabajo. Pero a efectos prácticos, la realidad más palpable y profunda, tiene otros matices. Por un lado, aquello que hacías en tu habitación, esas reflexiones a solas, esos “informes” que garabateabas en papel o pasabas a limpio al ordenador, se han convertido en reales. Ahora todo tiene una aplicación real, una influencia verdadera. Y, sobre todo, lo que hacías pasa a ser valorado y apreciado. Y no es una simple cuestión de ego adulado, sino una especie de realización personal, de satisfacción interna, propia. Compartir opiniones con otros profesionales, aprender con ellos, intentar aconsejar. Que tu trabajo sea tan bien recibido por universidades de mucho prestigio en el baloncesto universitario, aquellas con las que te aficionaste más aun a este deporte, es algo que no se puede cuantificar con valor monetario alguno.


Por otro lado, el salto supone la entrada a una nueva dimensión. Una nueva formar de vivir el baloncesto. El establecimiento no definitivo pero si consolidado de la evolución de una mirada que fue caminando, de forma natural a través de los años, desde lo pasional y festivo hasta lo critico y analítico. La gente. La gente del mundo del baloncesto. Un mundo lleno de gente sorprendentemente, cuantitativa y cualitativamente, sencilla y amable. Accesible y valiosa. Scouts, entrenadores, jugadores, directores deportivos, etc. Un grupo ciertamente heterogéneo pero que, de forma general, atienden a los adjetivos antes comentados. Me resulta aun fascinante comprobar cómo personas altamente cualificadas, con mucho vivido, autenticas enciclopedias o maestros andantes, se sientan a una mesa o comparten un partido o un paseo con tanta naturalidad y simplicidad. Algo bastante alejado de lo que se puede ver en otras disciplinas, ya sean deportivas, de negocios, científicas, etc. Lo que sí parece a coincidir en todos sitios, y creo que es algo que empiezo casi a constatar, es que aquellos más reacios, alejados, atrapados por egos y narcisismos, suelen ser los menos preparados, aquellos que parecen querer ocultar sus debilidades, personales y profesionales, detrás de escudos de altanería.


Es por esto que, ahora que me pongo a echar la vista atrás, con la mente en modo repaso, me voy quedando con detalles focalizados en relaciones e interacciones. Situaciones personales por delante de vaivenes, altos y bajos, profesionales. Reuniones distendidas, conversaciones enriquecedoras (y no siempre con el baloncesto por tema), paseos por ciudades distintas en buena compañía, un compañero “en cada puerto”, una cena compartida con completos desconocidos que rápidamente pasan a ser “amiguetes” de toda la vida. Un general manager de un club grande que pasa a recogerte en su coche. Un clásico del baloncesto, de esos que has visto mil veces en televisión, que se pasa a saludar. Un jugador en pleno auge que pasa a ser tu “bro”. Enclaves nuevos, experiencias distintas. Personas de los lugares más insospechados (Islas Cayman incluidas) a las que te ves conectado, unido por algo simbolizado por un gran balón naranja (como aquel que querían ver si yo era capaz de meter) pero que va más allá. Una nueva vida, o mejor dicho, un paso más allá con respecto a aquella que habías estado viviendo.


He parado de escribir durante un rato, de forma casi involuntaria. Intentaba, entre recuerdos, buscar un instante que destacase sobre los otros, como si de repente alguna de estas personas que pasean tranquilamente por los empinados senderos de este parque, quizá alguno de esos dos chiquitines (niño y niña) que justo ahora miran embobados a mi portátil como pensando “que es esa cosa gris y porque la esta mamporreando con los dedos ese señor”, me hubiesen preguntado cuál sería mi momento favorito del año. Supongo que, si me pongo a pensarlo fría, analíticamente, me iría a algún partido, torneo o reunión concreta, pero ahora mismo, cuando parece que atiendo más a sensaciones que a razones, lo que me viene a la cabeza es la Final Four de Paris y como acabé convirtiéndome en “the Spanish guy with the funny business cards”. Mis tarjetas de visita nuevas no llegaron a tiempo, así que en la primera noche en Paris, mientras cenaba con un periodista serbio y un columnista estadounidense, acabé escribiendo en un trozo de papel mi nombre y mi email para estar en contacto después del evento mientras ellos me daban sus respetables y formales tarjetas. La cosa fue evolucionando hasta que terminé recortando con cuidado trozos de papel perfectamente (buen, casi) rectangulares, en los que ya no sólo escribía mi nombre y email sino también mi teléfono, mi dirección y, en un arranque de inspiración corporativa y artística, dibujaba (a boli) el logo de mi agencia. Y con los papelitos fui conociendo gente, presentándome por allí, hasta que uno de los scouts NBA con los que coincidí, ya antes de que yo dijese como me llamaba, me tendió la mano entonando un “you’re the Spanish guy with the funny business cards, right?”. Mi carcajada hizo las veces de respuesta afirmativa, y me dijo que si yo le daba uno de mis tarjetas él se esforzaría en darme sus datos en otro papelito, intentando hacer el logo de su equipo lo más realista posible. No le salió nada mal, la verdad. Supongo que me quedo, instintivamente, con ese momento porque fue la primera vez que me dije a mi mismo, porque lo sentía, bienvenido al mundo del basket. La versión personal-profesional de ese momento, en una ciudad o lugar, en la que por primera vez te sientes en casa.


Como decía antes, había venido a este parque por un motivo concreto. Quería acabar mi año aquí, y ahora, dejando en manos de la inercia, piloto automático puesto, el resto del día, y que ésta me guie camino a casa mientras yo ya he desconectado. Necesitaba un rato, soledad y quietud rodeándome, para hacer balance, recuperar recuerdos. Entonar en silencio la rapsodia (creo que ya tengo titulo para este texto) que pone banda sonora a un año muy duro, pero tan importante. Tenía que ser este parque, no sólo por sí mismo, sino por el camino que debía recorrer para llegar hasta él. Quería rendir homenaje a las personas que, de manera más destacada y esencial, en diversas formas, hicieron posible el salto y me mantuvieron de pie cuando daba algún traspié. Y comienzan los honores, ya que para llegar al parque hay que pasar por una calle que, caprichosamente, une un establecimiento llamado London, donde todo dio comienzo en compañía de mi “bro”, al que espero ver pronto, con un Subway, lugar compartido con quien poseía las dos gomas para el pelo (la blanca y la negra) que aún conservo en la muñeca derecha. He bajado por uno de los senderos de acceso al parque, desde el que se ve el estanque de los patos, y recuerdo aquellas excursiones de domingo con mi hermano, que justo ahora me acompaña en forma de camiseta recién estrenada. Y me he sentado en el parque, al lado del estanque de los patos, a donde me llevaban mis padres, y donde ahora termino “mi año” para ir a buscarles y empezar el siguiente con ellos.


Viaje y baloncesto para cerrar un año. Baloncesto y viaje para abrir el próximo. El torneo de Hospitalet a la vuelta de la esquina. Sois libres de comentar lo que queráis, preguntar sobre basket (incluso sobre patos y/o estanques) o compartir, ya que hemos hablado de ello, el inicio de vuestro romance con el baloncesto. Yo intentaré dar señales de vida pronto.

Take care!






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Artículo publicado por Alejandro González

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