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Allá por la Grand Concourse, en la 167, donde las luces de neón quedan tan lejanas, Orlando estaba parado cuando de repente dos personas comenzaron a discutir. Curiosos, él y un amigo se acercaron para ver qué ocurría y, sin tiempo para esconderse, un disparo congeló el tiempo. A sus 15 años, el manido tópico de imágenes de toda una vida que se acumulan en forma de flashes antes de una muerte ya era realidad. El cariño de su madre, soltera y heroína. Sus dos pequeños hermanos, para los que él era todo. Los días de béisbol, tan felices. Y el maldito fundido en negro tras recibir el impacto y creer morir.

Sonaba la ambulancia. “Herida de bala al lado del ojo izquierdo. Orificio de entrada pero no de salida”, decía el enfermero en el chequeo inicial, con su vida aún en el aire. Orlando, como si el ejercer de padre a esa edad le hubiera dado fuerzas, ni siquiera perdía la conciencia. “No cierres los ojos, no cierres los ojos”, se repetía, creyendo que si lo hacía jamás volvería a abrirlos. Sus orejas colgaban. Sangraba por ambos lados. Y él solo le pedía una cosa desde la ambulancia: “¿Podéis decirle a mi madre que no estoy muerto?”

Cuando su madre se enteró, avisada por Oliver, su hijo más pequeño, acabó en plena crisis de ansiedad, teniendo que ser sedada en el hospital.

El primer diagnóstico se hizo esperar. “La bala entró a un centímetro del ojo izquierdo pero no penetró en el cráneo, quedándose cerca del oído”. Los médicos intentaron quitársela pero pronto desistieron por seguridad. Al segundo intento, tampoco hubo más suerte. Su vida corría serio riesgo si la operación se complicaba. Y la burla a su destino ya había sido bastante grande esquivando la muerte con tanta destreza. Su madre suspiraba: “No sé por qué Dios te dejó en esta tierra pero tuvo que haber alguna razón”.

Una década antes, ella, su marido y los tres niños, se mudaron de República Dominicana a Estados Unidos. República Independiente del Bronx. Con el padre más fuera que dentro de casa, su madre tuvo que multiplicarse trabajando para sacar a sus 3 hijos adelante. Cuando el adolescente Orlando creyó por fin encontrar la estabilidad, tras centrarse en el baloncesto desde los 14 años aprovechando su estirón en centímetros, aquel maldito disparo volvió a complicarlo todo.

Un año después, la familia se quedaba sin casa y tuvo que recurrir a un convento para poder dormir bajo techo. Los curas salvaron a la madre y a los tres hijos y, ahora sí, Orlando pudo empezar a volar gracias a la pelota naranja. Su talento le llevó a Pittsburgh, donde jugaba como si el periplo hasta allí hubiera sido adornado con flores vistosas y coloridas. A alguien capaz de recibir un balazo y abandonar la cama a la semana siguiente o jugar al básquet quince días después, nada iba a intimidarle.

En Pittsburgh se forjó un nombre y del nombre a la leyenda, logrando ser un Top 15 histórico del equipo en triples y tapones, si bien su mejor triunfo llegó en un quirófano. Después de 6 años repletos de insoportables dolores de cabeza, de perenne migraña, los médicos se atrevieron a volver a intervenirle, días después de que la herida se infectara y de que no hubiera forma de que el malestar se fuera. La operación, esta vez sí, encontró el fin deseado y la estúpida bala del calibre 22 salió, a través de la oreja, de donde nunca debió haber entrado.

Orlando Antigua, cuya historia ya era reconocida en todo el país, recibió también en ese 1994 el premio de la Asociación de Escritores al jugador con más valentía y coraje de toda la nación por su espíritu de superación, aunque él nunca quiso dar pena por lo que le había ocurrido y prefería dar que hablar con el balón en sus manos. Lo que jamás pensó es que lo haría vestido de azul, rojo y blanco.

Al abandonar la Universidad, su estilo vistoso y su habilidad le abrieron la puerta de los míticos Harlem GlobeTrotters, que buscaban un perfil parecido al suyo, con tiro, cuerpo y técnica para encajar en el equipo. Hubo 50 candidatos y se quedó él, convirtiéndose en el primer latino en la historia y en el primer jugador en 70 años que pudo vestir esos colores sin ser afroamericano. Fueron 7 años mágicos, con casi medio centenar de países visitados y un mote ganado a pulso, el de “Huracán”. Le acompañará siempre.

Entre gira y gira, al dominicano Huracán le quedaba tiempo para jugar en Puerto Rico -8 temporadas allí- y para defender con orgullo la elástica nacional, como en la 1994-95 y la 1997-98. Tanto dominaba el baloncesto su vida que, cuando colgó las botas en 2002, cambió el parqué por el banquillo sin traumas ni trámites.

Primero en Mt. Lebanon High School y luego, durante un lustro como asistente en Pittsburgh, donde empezó a destacar por su olfato a la hora de reclutar jugadores, lo que le condujo a la Universidad de Memphis en 2008. Allí, con Calipari, rozó la gloria absoluta, perdiendo el título nacional en la prórroga pero ganándose absolutamente la confianza del primer entrenador, que le llevó de su mano a Kentucky, donde sí que tocó el cielo.

Volvieron las Final Fours, dos. Aterrizó por el fin el título, en 2012. Pero, especialmente, llegó el reconocimiento del mundo del basket, que le señalaban como uno de los mejores asistentes de toda la nación. Una máquina de reclutar jugadores con aroma a Top 10 de draft. Un ayudante de lujo por su habilidad comunicativa, personalidad arrolladora y capacidad de trabajo. Y un buen tío modesto, sin ganas de protagonismo, que sabía medir los tiempos esperando su instante. “Prefiero ser el segundo de Calipari que aprender de primero en cualquier otro lugar”, prometía.

El momento ya está aquí. Primero con la propuesta dominicana y luego con su fichaje por South Florida por 5 años. Él, de técnico principal y Rod Strickland y Oliver Antigua, su hermano pequeño, como asistentes. “Harán cosas que nunca se han hecho antes en ese centro”, pronosticaba su mentor Calipari.

Bien lo sabe alguien que con su experiencia y pizarra no pudo dibujar tanta historia con República Dominicana como ha logrado Orlando a las primeras de cambio, clasificando al país para un Mundial por segunda vez en su historia y por primera en 35 años. “Me ha hecho quedar mal, yendo más lejos de lo que yo pude”, bromea el propio Calipari, antiguo técnico dominicano.

La Copa del Mundo de España será la última historia para el libro de su vida, donde ya no parecían caber más anécdotas, después de sus apariciones en el late show de David Letterman y hasta en la película Little Nicky, con un pequeño cameo. De trabajar planchando en la sastrería del barrio a ganarse la vida haciendo lo que más le gusta. De no tener casa a ganarse contratos de peso. De poder perderlo todo a empezar a escribir su destino. De la bala al huracán. Sus dominicanos toman nota.

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por DANIEL BARRANQUER" /> DESCARGA GRATIS LA GUÍA BASKETME COPA DEL MUNDO 2014

Allá por la Grand Concourse, en la 167, donde las luces de neón quedan tan lejanas, Orlando estaba parado cuando de repente dos personas comenzaron a discutir. Curiosos, él y un amigo se acercaron para ver qué ocurría y, sin tiempo para esconderse, un disparo congeló el tiempo. A sus 15 años, el manido tópico de imágenes de toda una vida que se acumulan en forma de flashes antes de una muerte ya era realidad. El cariño de su madre, soltera y heroína. Sus dos pequeños hermanos, para los que él era todo. Los días de béisbol, tan felices. Y el maldito fundido en negro tras recibir el impacto y creer morir.

Sonaba la ambulancia. “Herida de bala al lado del ojo izquierdo. Orificio de entrada pero no de salida”, decía el enfermero en el chequeo inicial, con su vida aún en el aire. Orlando, como si el ejercer de padre a esa edad le hubiera dado fuerzas, ni siquiera perdía la conciencia. “No cierres los ojos, no cierres los ojos”, se repetía, creyendo que si lo hacía jamás volvería a abrirlos. Sus orejas colgaban. Sangraba por ambos lados. Y él solo le pedía una cosa desde la ambulancia: “¿Podéis decirle a mi madre que no estoy muerto?”

Cuando su madre se enteró, avisada por Oliver, su hijo más pequeño, acabó en plena crisis de ansiedad, teniendo que ser sedada en el hospital.

El primer diagnóstico se hizo esperar. “La bala entró a un centímetro del ojo izquierdo pero no penetró en el cráneo, quedándose cerca del oído”. Los médicos intentaron quitársela pero pronto desistieron por seguridad. Al segundo intento, tampoco hubo más suerte. Su vida corría serio riesgo si la operación se complicaba. Y la burla a su destino ya había sido bastante grande esquivando la muerte con tanta destreza. Su madre suspiraba: “No sé por qué Dios te dejó en esta tierra pero tuvo que haber alguna razón”.

Una década antes, ella, su marido y los tres niños, se mudaron de República Dominicana a Estados Unidos. República Independiente del Bronx. Con el padre más fuera que dentro de casa, su madre tuvo que multiplicarse trabajando para sacar a sus 3 hijos adelante. Cuando el adolescente Orlando creyó por fin encontrar la estabilidad, tras centrarse en el baloncesto desde los 14 años aprovechando su estirón en centímetros, aquel maldito disparo volvió a complicarlo todo.

Un año después, la familia se quedaba sin casa y tuvo que recurrir a un convento para poder dormir bajo techo. Los curas salvaron a la madre y a los tres hijos y, ahora sí, Orlando pudo empezar a volar gracias a la pelota naranja. Su talento le llevó a Pittsburgh, donde jugaba como si el periplo hasta allí hubiera sido adornado con flores vistosas y coloridas. A alguien capaz de recibir un balazo y abandonar la cama a la semana siguiente o jugar al básquet quince días después, nada iba a intimidarle.

En Pittsburgh se forjó un nombre y del nombre a la leyenda, logrando ser un Top 15 histórico del equipo en triples y tapones, si bien su mejor triunfo llegó en un quirófano. Después de 6 años repletos de insoportables dolores de cabeza, de perenne migraña, los médicos se atrevieron a volver a intervenirle, días después de que la herida se infectara y de que no hubiera forma de que el malestar se fuera. La operación, esta vez sí, encontró el fin deseado y la estúpida bala del calibre 22 salió, a través de la oreja, de donde nunca debió haber entrado.

Orlando Antigua, cuya historia ya era reconocida en todo el país, recibió también en ese 1994 el premio de la Asociación de Escritores al jugador con más valentía y coraje de toda la nación por su espíritu de superación, aunque él nunca quiso dar pena por lo que le había ocurrido y prefería dar que hablar con el balón en sus manos. Lo que jamás pensó es que lo haría vestido de azul, rojo y blanco.

Al abandonar la Universidad, su estilo vistoso y su habilidad le abrieron la puerta de los míticos Harlem GlobeTrotters, que buscaban un perfil parecido al suyo, con tiro, cuerpo y técnica para encajar en el equipo. Hubo 50 candidatos y se quedó él, convirtiéndose en el primer latino en la historia y en el primer jugador en 70 años que pudo vestir esos colores sin ser afroamericano. Fueron 7 años mágicos, con casi medio centenar de países visitados y un mote ganado a pulso, el de “Huracán”. Le acompañará siempre.

Entre gira y gira, al dominicano Huracán le quedaba tiempo para jugar en Puerto Rico -8 temporadas allí- y para defender con orgullo la elástica nacional, como en la 1994-95 y la 1997-98. Tanto dominaba el baloncesto su vida que, cuando colgó las botas en 2002, cambió el parqué por el banquillo sin traumas ni trámites.

Primero en Mt. Lebanon High School y luego, durante un lustro como asistente en Pittsburgh, donde empezó a destacar por su olfato a la hora de reclutar jugadores, lo que le condujo a la Universidad de Memphis en 2008. Allí, con Calipari, rozó la gloria absoluta, perdiendo el título nacional en la prórroga pero ganándose absolutamente la confianza del primer entrenador, que le llevó de su mano a Kentucky, donde sí que tocó el cielo.

Volvieron las Final Fours, dos. Aterrizó por el fin el título, en 2012. Pero, especialmente, llegó el reconocimiento del mundo del basket, que le señalaban como uno de los mejores asistentes de toda la nación. Una máquina de reclutar jugadores con aroma a Top 10 de draft. Un ayudante de lujo por su habilidad comunicativa, personalidad arrolladora y capacidad de trabajo. Y un buen tío modesto, sin ganas de protagonismo, que sabía medir los tiempos esperando su instante. “Prefiero ser el segundo de Calipari que aprender de primero en cualquier otro lugar”, prometía.

El momento ya está aquí. Primero con la propuesta dominicana y luego con su fichaje por South Florida por 5 años. Él, de técnico principal y Rod Strickland y Oliver Antigua, su hermano pequeño, como asistentes. “Harán cosas que nunca se han hecho antes en ese centro”, pronosticaba su mentor Calipari.

Bien lo sabe alguien que con su experiencia y pizarra no pudo dibujar tanta historia con República Dominicana como ha logrado Orlando a las primeras de cambio, clasificando al país para un Mundial por segunda vez en su historia y por primera en 35 años. “Me ha hecho quedar mal, yendo más lejos de lo que yo pude”, bromea el propio Calipari, antiguo técnico dominicano.

La Copa del Mundo de España será la última historia para el libro de su vida, donde ya no parecían caber más anécdotas, después de sus apariciones en el late show de David Letterman y hasta en la película Little Nicky, con un pequeño cameo. De trabajar planchando en la sastrería del barrio a ganarse la vida haciendo lo que más le gusta. De no tener casa a ganarse contratos de peso. De poder perderlo todo a empezar a escribir su destino. De la bala al huracán. Sus dominicanos toman nota.

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Copa del Mundo 2014: El perfil de Orlando Antigua, por Daniel Barranquero
BasketMe  | 27.08.2014 - 21:03h.
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La palabra Halloween suena a sacrilegio en República Dominicana. El 31 de octubre siempre será el día de Todos los Santos. Y más, allá por 1988, cuando las calabazas solo salían en las películas. Mitad dominicano, mitad puertorriqueño, Orlando Antigua vivió en aquel Halloween de hace un cuarto de siglo el peor día de su vida. Sólo las calles del Bronx, su única patria en la niñez, conocen que ocurrió aquella noche.

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Sonaba la ambulancia. “Herida de bala al lado del ojo izquierdo. Orificio de entrada pero no de salida”, decía el enfermero en el chequeo inicial, con su vida aún en el aire. Orlando, como si el ejercer de padre a esa edad le hubiera dado fuerzas, ni siquiera perdía la conciencia. “No cierres los ojos, no cierres los ojos”, se repetía, creyendo que si lo hacía jamás volvería a abrirlos. Sus orejas colgaban. Sangraba por ambos lados. Y él solo le pedía una cosa desde la ambulancia: “¿Podéis decirle a mi madre que no estoy muerto?”

Cuando su madre se enteró, avisada por Oliver, su hijo más pequeño, acabó en plena crisis de ansiedad, teniendo que ser sedada en el hospital.

El primer diagnóstico se hizo esperar. “La bala entró a un centímetro del ojo izquierdo pero no penetró en el cráneo, quedándose cerca del oído”. Los médicos intentaron quitársela pero pronto desistieron por seguridad. Al segundo intento, tampoco hubo más suerte. Su vida corría serio riesgo si la operación se complicaba. Y la burla a su destino ya había sido bastante grande esquivando la muerte con tanta destreza. Su madre suspiraba: “No sé por qué Dios te dejó en esta tierra pero tuvo que haber alguna razón”.

Una década antes, ella, su marido y los tres niños, se mudaron de República Dominicana a Estados Unidos. República Independiente del Bronx. Con el padre más fuera que dentro de casa, su madre tuvo que multiplicarse trabajando para sacar a sus 3 hijos adelante. Cuando el adolescente Orlando creyó por fin encontrar la estabilidad, tras centrarse en el baloncesto desde los 14 años aprovechando su estirón en centímetros, aquel maldito disparo volvió a complicarlo todo.

Un año después, la familia se quedaba sin casa y tuvo que recurrir a un convento para poder dormir bajo techo. Los curas salvaron a la madre y a los tres hijos y, ahora sí, Orlando pudo empezar a volar gracias a la pelota naranja. Su talento le llevó a Pittsburgh, donde jugaba como si el periplo hasta allí hubiera sido adornado con flores vistosas y coloridas. A alguien capaz de recibir un balazo y abandonar la cama a la semana siguiente o jugar al básquet quince días después, nada iba a intimidarle.

En Pittsburgh se forjó un nombre y del nombre a la leyenda, logrando ser un Top 15 histórico del equipo en triples y tapones, si bien su mejor triunfo llegó en un quirófano. Después de 6 años repletos de insoportables dolores de cabeza, de perenne migraña, los médicos se atrevieron a volver a intervenirle, días después de que la herida se infectara y de que no hubiera forma de que el malestar se fuera. La operación, esta vez sí, encontró el fin deseado y la estúpida bala del calibre 22 salió, a través de la oreja, de donde nunca debió haber entrado.

Orlando Antigua, cuya historia ya era reconocida en todo el país, recibió también en ese 1994 el premio de la Asociación de Escritores al jugador con más valentía y coraje de toda la nación por su espíritu de superación, aunque él nunca quiso dar pena por lo que le había ocurrido y prefería dar que hablar con el balón en sus manos. Lo que jamás pensó es que lo haría vestido de azul, rojo y blanco.

Al abandonar la Universidad, su estilo vistoso y su habilidad le abrieron la puerta de los míticos Harlem GlobeTrotters, que buscaban un perfil parecido al suyo, con tiro, cuerpo y técnica para encajar en el equipo. Hubo 50 candidatos y se quedó él, convirtiéndose en el primer latino en la historia y en el primer jugador en 70 años que pudo vestir esos colores sin ser afroamericano. Fueron 7 años mágicos, con casi medio centenar de países visitados y un mote ganado a pulso, el de “Huracán”. Le acompañará siempre.

Entre gira y gira, al dominicano Huracán le quedaba tiempo para jugar en Puerto Rico -8 temporadas allí- y para defender con orgullo la elástica nacional, como en la 1994-95 y la 1997-98. Tanto dominaba el baloncesto su vida que, cuando colgó las botas en 2002, cambió el parqué por el banquillo sin traumas ni trámites.

Primero en Mt. Lebanon High School y luego, durante un lustro como asistente en Pittsburgh, donde empezó a destacar por su olfato a la hora de reclutar jugadores, lo que le condujo a la Universidad de Memphis en 2008. Allí, con Calipari, rozó la gloria absoluta, perdiendo el título nacional en la prórroga pero ganándose absolutamente la confianza del primer entrenador, que le llevó de su mano a Kentucky, donde sí que tocó el cielo.

Volvieron las Final Fours, dos. Aterrizó por el fin el título, en 2012. Pero, especialmente, llegó el reconocimiento del mundo del basket, que le señalaban como uno de los mejores asistentes de toda la nación. Una máquina de reclutar jugadores con aroma a Top 10 de draft. Un ayudante de lujo por su habilidad comunicativa, personalidad arrolladora y capacidad de trabajo. Y un buen tío modesto, sin ganas de protagonismo, que sabía medir los tiempos esperando su instante. “Prefiero ser el segundo de Calipari que aprender de primero en cualquier otro lugar”, prometía.

El momento ya está aquí. Primero con la propuesta dominicana y luego con su fichaje por South Florida por 5 años. Él, de técnico principal y Rod Strickland y Oliver Antigua, su hermano pequeño, como asistentes. “Harán cosas que nunca se han hecho antes en ese centro”, pronosticaba su mentor Calipari.

Bien lo sabe alguien que con su experiencia y pizarra no pudo dibujar tanta historia con República Dominicana como ha logrado Orlando a las primeras de cambio, clasificando al país para un Mundial por segunda vez en su historia y por primera en 35 años. “Me ha hecho quedar mal, yendo más lejos de lo que yo pude”, bromea el propio Calipari, antiguo técnico dominicano.

La Copa del Mundo de España será la última historia para el libro de su vida, donde ya no parecían caber más anécdotas, después de sus apariciones en el late show de David Letterman y hasta en la película Little Nicky, con un pequeño cameo. De trabajar planchando en la sastrería del barrio a ganarse la vida haciendo lo que más le gusta. De no tener casa a ganarse contratos de peso. De poder perderlo todo a empezar a escribir su destino. De la bala al huracán. Sus dominicanos toman nota.

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