Historias de Kantauri
El príncipe y el desheredado (I)
Kantauri  | 25.07.2009 - 00:00h.
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Kantauri  | 25.07.2009 - 00:00h.


Sucede que en ocasiones el drama precede a la ventura, la tragedia como cruel escenario que da cobijo a una función de éxito, mimetizada la tristeza con la alegría hasta lograr confundirse, hasta no cobrar sentido la una sin la otra, cruel preludio de una época de bonanza. Fiel reflejo de la trayectoria que siguió la vida deportiva de uno de los principales tenores del baloncesto italiano, uno de esos hombres extraordinarios, uno de esos nombres que se muestra necesario para poder comprender en su totalidad una historia que camina hacia sus 90 años, tan prolíficos como convulsos. Años llenos de nombres que quedan en la sorda trastienda pero que se antojan decisivos para forjar, para comprender el camino de las personalidades más relevantes, escalón donde se ubican nuestros dos protagonistas. A través de ambas carreras se observa la importancia de estos héroes, quienes proyectaron sus anónimas sombras para conformar una luz que hoy ilumina la lectura de bellas páginas, escritas en la memoria del parquet. Juego de contrastes. Como entre nuestros dos protagonistas, dos reflejos diferentes sobre el mismo espejo, el éxito y progreso del baloncesto italiano. Como la diferencia entre Coppi y Bartali que dividía la Italia donde crecieron.


La II Guerra Mundial comenzaba a ver su final y el poder fascista asentado en la península itálica por más de veinte años se tambaleaba. Era Abril de 1945, un año que estaba siendo demoledor para la sociedad, con la Guerra llegando a su momento de máxima intensidad donde la esperanza era el único combustible, la esperanza y la ilusión latente en los ojos de los más pequeños. La ciudad de Milán no difería a otros grandes núcleos y aparecía especialmente castigada, llena de cicatrices a causa de los constantes bombardeos, casas derruidas, palacetes saqueados, toneladas de piedras y escombros sobre las calles. Era el escenario del drama. La población arrastraba otras heridas internas, menos visibles que los daños estructurales. La fragilidad, la incertidumbre, el dolor que se acrecentaba a medida que se acercaban los años finales del conflicto. Desprovistos de esperanza tras una dictadura que superaba la veintena de años y de cualquier ilusión. Ese 1945 el deporte, habitual ingrediente en el intento cotidiano de abstraerse de la realidad para la población, había cesado también toda actividad.


El baloncesto, en nuestro caso concreto, quedaba en el olvido por segundo año consecutivo. Milán no disfrutaba de su Borletti sobre la pista. Las temporadas 43-44 y 44-45 nunca se llegaron a disputar. Un deporte que nació paralelo al ascenso dictatorial de Mussolini y que padeció en su infancia y adolescencia la injerencia de lo militar, alejado de los principios que el baloncesto quería promulgar. Pero, bendita contradicción, finalmente a modo de recompensa el baloncesto italiano encontró su camino entre las balas y el dolor. Era el 25 de Abril de aquel doloroso 1945 en la triste ciudad de Milán. El curso de la sociedad italiana y, también, de su baloncesto iba a cambiar a lo largo de aquel agitado día. Sandro Pertini era miembro del Comité de Liberación Nacional Alta Italia (CLN-AI). Había logrado huir tras ser capturado y condenado a muerte por parte de las SS nazis, y se encontraba apostado a las afueras de Milán. Al Alba se dirigía así a los partisanos que procedían de los valles de Lombardia para liberar la capital “ Trabajadores!! Insurrección general contra la ocupación alemana, contra la guerra fascista, por la salvación de nuestra tierra, de nuestras casas y nuestras fábricas. Como en Genoa o Torino, poned a los alemanes frente al dilema: rendirse o morir”.


Quedaban horas de bombardeos y la guerra de guerrillas propia del campo lombardo se adueñaba de la gran ciudad, de la capital Milán, sumida en tiroteos entre los partisanos y los nazis que intentaban unos abandonar y otros resistir en la ciudad. El caos se trasladaba a las calles tras fracasar la reunión promovida por Ildefonso Schuster, cardenal de Milán, entre el Comité de Liberación y Benito Mussolini, il Duce. El presidente de la Reppublica Social rechazaba la rendición total exigida por el CLN-AI, promovida ya en el discurso de Sandro Pertini efectuado al Amanecer, y quedó condenado a muerte tras aquella reunión. Por la tarde Mussolini escapó desde Milán hacía el Norte, dirección al Lago Como para adentrarse en la neutral Suiza. Fue detenido mientras intentaba huir cruzando la frontera por Lugano, formando parte de un grupo de alemanes vestido como soldado nazi en un control efectuado por los partisanos cerca de Dongo, a orillas del Lago. Días después fue fusilado y expuesto su cuerpo colgado en la milanesa Piazzale Loreto. Italia iniciaba su reconstrucción.



‘Y la gente lo ultrajaba ya muerto con la misma bajeza con que lo había adulado en vida’



Pero regresemos a aquel 25 de Abril, a la agitada ciudad de Milán donde los partisanos estaban tomando la ciudad. La revuelta había alcanzado cierto matiz popular donde no solo los partisanos sino hombres y mujeres comunes decididos a expulsar y a deshacerse de la opresión se encargaban con crueldad de nazis y fascistas. Los tiroteos se multiplicaban por la ciudad en busca de la liberación y venganza contra el fascismo, un poder instalado por más de 20 años. Ajenos, ilusionados y con inconsciencia infante, un grupo de niños milaneses jugaban en la Vía Washington, al Oeste del centro de Milán. Era mediodía y acababa de finalizar una alarma aérea. Los chicos salían ansiosos, comenzaba su anhelado recreo tras la angustiosa espera, tras el silbar de la pesada carga procedente del cielo, era tiempo para con ilusión emular a sus ídolos del Milán o del Inter. Ilusión que les hacía sobreponerse a aquel devastador escenario de casas demolidas y aire denso. Imaginación con la que ellos alcanzaban a hacer útil cualquier escombro a su alcance y dibujar regates, jugadas y goles, aquellos tantos que eran realidad en tiempos mejores y que durante la guerra tan solo se manifestaban en la memoria de aquellos niños, adueñándose de su imaginación y sueños. Los mayores solucionaban con más muertes sus problemas, los pequeños solo intentaban vivir, buscando sonrisas e intentando a cada rato plasmar sus deseos sobre la calle, ajenos al marco en el que se encontraban. Ellos ya eran dueños de su mundo, pequeño sí pero donde todos tenían cabida.


Aun así aquel mediodía no pudieron abstraerse. La Vía Washington era una larga calle que te llevaba de la Piazza Piemonte a Piazza Napoli, a pesar de esa amplia dimensión nada pudo evitar que la desgracia se cruzase con aquel grupo de niños que únicamente jugaban incluso en un día tan duro frente a sus casas. Fue rápido. Cruel y trágico, como todo en aquellos días. Los niños hacían espacio para que pasase una camioneta, vehiculo que un grupo de partisanos lo avistó e identificó como modo de escape de fascistas que intentaban huir de la ciudad ya tomada por el nuevo poder insurgente. Se formó un tiroteo con aquel grupo de chavales en medio, la guerra no pudo esperar. La calle y la vida se desvanecían. Densa bruma procedente del batir de los gatillos. Bullicioso silencio que ahoga los gritos y el llanto, que te cambia para siempre. Cuando comenzó a esfumarse la pesada neblina se presentó un nuevo pasaje de los horrores, otro giro hacía el infierno, otra postal firmada por el peor rostro del ser humano. Unos lograron esquivar el infortunio, algún otro terminó aquel Abril tendido sobre la gélida calzada milanesa, le hicieron abandonar repentinamente su mundo de sueños y fantasía. Otro quedó malherido. Alessandro, de 13 años de edad, había sido alcanzado en una de las ráfagas por dos balas en su mano derecha mientras jugaba al fútbol intentando lograr pequeñas victorias para su amado Milán AC.


La calle quedó desierta, cuerpos inertes junto al joven Alessandro, aturdido, en un charco de sangre con la mano en jaque, gravemente dañada. Solo un vecino se adentra en aquel vacío escenario para ocuparse del pequeño malherido y acercarlo en brazos hasta el puesto de enfermería mas cercano instalado por el CLN-AI, y de allí el personal médico a cargo de la situación lo envió a una clínica milanesa donde la atención y los medios eran mejores para subsanar la amplia pérdida de sangre y decidir como actuar con la mano dañada. Esa decisión ya estaba tomada, por los padres del propio Sandro. No iba a haber amputación aunque la situación indicaba a ello. La extremidad fue desinfectada y fuertemente vendada para intentar mantener su forma original, daba comienzo una dura rehabilitación. Días de primera recuperación recibiendo fármacos entre las cuatro paredes de aquella clínica, preso de su desdicha sin lograr comprender que aquel incidente le iba a cambiar la vida, y también la del baloncesto italiano. Tal como Pearl Harbour cambió el curso de aquella guerra que hirió al joven Sandro y que convirtió Milán en una ciudad liberada aquel 25 de Abril.


El chico pasaba el tiempo soñando con sus héroes que vestían de rojo y negro en el campo de fútbol, con emular las gestas de su gran ídolo, Fausto Coppi, y a través de la ventana intentando adaptarse y superar la nueva situación, bajo la atenta mirada de la estatua de Giuseppe Verdi. El hombre que puso música al drama y cuyo acto funerario en Milán fue seguido por más de cien mil personas en silencio sepulcral. Drama y silencio. Como aquel mediodía que cambió para siempre a Alessandro en Vía Washington. Abandonó la clínica tiempo después con la firme convicción de recuperar sus heridas, las que le obligaron a usar únicamente su mano izquierda durante un año. Una pelotita de tenis pasó a convertirse en su gran aliada, horas y horas de esfuerzo para recuperar la fuerza y actividad de la extremidad herida. De regreso a casa agradecimiento hacia sus progenitores por haberse negado a la amputación y una visita obligada entre un halo de misterio. Alessandro se dirigió a la casa desde donde surgió aquella extraña figura que le socorrió aquel mediodía. Nunca llegó a saber su nombre ya que le dijeron que el hombre que fue en su ayuda se había suicidado poco tiempo después. Era un militante fascista que evitó de cruel modo acabar detenido por los partisanos. Su nombre quedó en el anonimato. Ángel de la guarda que dejó en su penúltimo acto en vida un regalo de valor incalculable. De nombre Alessandro, como su padre, de apellido Gamba.


La rápida actuación de un hombre que quedó en el anonimato y la fiereza con la que los progenitores de Sandro se negaron a la amputación de la maltrecha mano encaminaron al joven a observar con otros ojos el baloncesto. Tras abandonar la clínica de Vía MonteRosa, el objetivo del joven pasaba por recuperar la movilidad y la capacidad de su mano derecha. La primera época su fiel compañera fue la pelotita de tenis con la que paseaba por la calle de nombre Washington y, durante unos eternos segundos, de apellido tragedia. Arriba y abajo. Allí fue sorprendido por el deporte que se convertiría en su pasión. Los soldados americanos desplazados no perdían ocasión de disputar partidos de baloncesto entre sí y Sandro quedó entusiasmado por la actividad a la que se veían obligadas las manos en aquel juego, rapidez, fortaleza, agilidad y control. El baloncesto pasó a ser la amante perfecta de su completa rehabilitación. Además la fortuna no pudo escoger mejor escenario para la unión entre Sandro y el baloncesto. No había en toda la ciudad mejor altar posible para sellar el compromiso. Vía Washington, la casa de la Borletti Milano, la calle donde habitaban los Gamba. Hubo matrimonio, y de imposible divorcio.


El cese de la actividad bélica había devuelto la normalidad competitiva al país y el baloncesto no fue excepción. Alguien deseaba que Alessandro Gamba cayese rendido y se apasionase por siempre de las redes y los aros. Aquella Borletti pasó a manos del dirigente triestino Adolfo Bogoncelli convirtiéndose en la Olimpia Milano, dando comienzo a una senda legendaria. Que atrapó de lleno a aquel chico milanés que abandonó sus sueños llenos de goles o recorriendo míticas cumbres con una bicicleta por aquellos otros de poder usar ambas manos con la habilidad que hacían aquellos americanos, por formar parte del equipo mas famoso de su calle, por emular al gran campeón que llegaba a finales de los años 40 a Milán para jugar con la Olimpia, Cesare Rubini. Para desarrollar una carrera como la de Sandro Gamba se necesitan aptitudes magníficas, toneladas de pasión por aprender y no desistir jamás, pero también se necesita fortuna. La fortuna de encontrar a los hombres adecuados que puedan creer en tus pasos y, sobre todo, aprender de ellos. Gamba es rico en ambos aspectos y el baloncesto italiano puede agradecerlo desde su ya casi trayecto centenario. Desde papa Alessandro quien a pesar de no compartir la decisión de su hijo por dejar los estudios le legó la base de lo que posteriormente apoyaría el crecimiento y desarrollo de su trayectoria, armonía de trabajo e ilusión, empeño en la tarea y no abandonar. No soñar una guerra solo para poder vivir la posguerra. Hasta Cesare Rubini, el catalizador de los primeros pasos de Gamba como profesional, un espejo, acaso el mas legendario, en el que observar diáfano el camino a recorrer.


Rubini y su temperamento, sabio a su modo, fueron el combustible necesario para avivar la llama latente en Gamba. Cesare era un competidor brutal cuyo genio lo mostraba desde su cara mas racial. Siempre directo, desafiante, seguro, conocedor de los pequeños secretos que conducen al éxito, un don natural para el deporte colectivo. En la ceremonia de los 80 años de baloncesto en Italia aprovechando la disputa de un partido entre las selecciones de Italia y Rusia en Pesaro, Rubini fue cuestionado sobre el estado del basket a la que respondió-“el baloncesto italiano y yo tenemos la misma edad, yo estoy mejor”-.Rudo. Directo. Testimonio de una época. Nacido en Trieste el 2 de Noviembre de 1923, dos años después de la oficialización en Milán de la pallacanestro con la constitución de su federación y un año después del primer campeonato. Vida paralela la del baloncesto y Rubini. Aunque no siempre fue dedicada en exclusiva a las redes y aros. Ni mucho menos. Infancia y juventud que forjaron el carácter e inclinaron los pasos de Cesare hacía la mas variada práctica deportiva. Trieste en aquella época era una de las ciudades mas avanzadas del país, con el comercio mirando al Adriático y su transitado puerto, cruce de culturas con los Balcanes a un paso y una ciudad hecha para el deporte.


Así recuerda Cesare sus primeros contactos con los valores y los deportes que luego marcaron su vida –“En aquellos tiempos Trieste era una ciudad hecha para los jóvenes, llena de instalaciones deportivas. Una juventud de juegos y risas, formando parte de una banda de 5 amigos que nos llamábamos Crefergalaru, el acrónimo de nuestros apellidos (Cressa, Ferraris, Gasti, Lamendola y Rubini), donde crecí comprendiendo el espíritu de grupo y riéndome, disfrutando de la vida al máximo. Mostrando un poco menos de amor hacía los estudios.”-. De este modo Cesare escogió su camino, polideportivo. Jugaba al fútbol en el Liceo Oberdan, nadando en piscinas de agua salada situadas en la costa y descubriendo el baloncesto, incipiente en aquella época y en aquel lugar de Italia, con los éxitos logrados por la Ginnastica Triestina y la Reyer Venezia. –“Jugaba a todo: divirtiéndome siempre practicando cualquier deporte, ¿por que debía escoger? De hecho yo no elegí, fui escogido, por la Ginnastica Triestina.”-.


Puso empeño y logró alcanzar los primeros equipos de baloncesto y waterpolo, donde destacaba por su alto nivel, buen físico y una competitividad extrema. La guerra y sus consecuencias políticas sobre Trieste amenazaron con cortar su carrera pero, igual que sucedió con Sandro Gamba, de la crueldad y la agitación Rubini sacó provecho. Un incidente durante una de las manifestaciones de Trieste para luchar por su pertenencia a Italia le cambió la vida. El ya jefe milanés, triestino de origen, Adolfo Bogoncelli quedó entusiasmado con el carácter y el pundonor que demostró un lesionado Cesare sobre la pista durante la disputa de un partido entre la Triestina y Olimpia Milano. El dirigente deseaba que el equipo que estaba formando partiendo de la vieja Borletti contase como seña principal con la rabia, la lucha y el carisma que desprendía aquel coloso nacido a orillas del Adriático, triestino como él. 1947 se convirtió en el año clave para Rubini. La posguerra era dura y Milán ofrecía trabajo y mayor prosperidad, el fichaje se concretó con sencillez. Notable cantidad de cinco mil liras como salario al mes más gastos de alojamiento y viaje una vez a la semana a su querida Trieste en la camioneta que por la noche transportaba los ejemplares del Corriere Della Sera, condiciones de otra época. Se convertía en el entrenador-jugador de la Olimpia, mientras seguía jugando a waterpolo.


Rubini explica el modo de alternar ambas competiciones –“Me dividía muy bien: De Septiembre a Mayo jugaba a baloncesto y de Mayo a Septiembre me tiraba a la piscina para jugar a waterpolo. Un esfuerzo sublime”-.A partir de 1947 además dadas sus notables condiciones para ambos deportes iba a compaginar ambas tareas a nivel internacional. Venía llamado también por sus méritos en la piscina a la selección nacional de waterpolo. En 1946 había logrado la medalla de plata con la nazionale de baloncesto en Ginebra. Al año siguiente disputaría el europeo de waterpolo de Montecarlo con la azulona así como el Eurobasket de Praga. Imposible decantarse por uno de los dos deportes, el baloncesto le proporcionaba buenas perspectivas económicas mientras que en la piscina era donde Rubini disfrutaba y encontraba a sus más entrañables amigos. La propia amistad fue la que abrió la puerta de la selección de waterpolo a Cesare. Fue durante un torneo durante 1947 en Rapallo. Otro guiño del destino. Rapallo es una localidad de la Liguria cercana a Genoa donde en 1920 se firmó el Tratado entre Yugoslavia (entonces Reino de los serbios, croatas y eslovenos) e Italia por el cual Gorizia, Istria, Gradisca y, sobre todo, Trieste se anexionaban a Italia. Tres años más tarde nacía Rubini en esa ciudad siempre entre dos culturas, puerta del Adriático. De hecho el antiguo apellido de la familia de Cesare era Rubcic, posteriormente convertido a Rubini.


En aquel torneo el triestino causó una gran sensación e hizo gran amistad con los componentes de aquel combinado nacional. Lo citaron para Montecarlo. No tenía el puesto garantizado y explica como logró hacerse un hueco:


–“Fui a Montecarlo como reserva, no aun como titular. Como llegar al 7 elegido lo descubrí enseguida. Alguno de los titulares, grandes amigos, me dijeron que Buonocore era un gran portero pero que iba a hacerme un gesto con la cabeza para indicarme hacía donde se tiraría y por donde yo debía marcar el gol. Cada vez que en el entreno marcaba gritaban fuertemente cuan bueno era y la fortaleza que mostraba. Y Valle, el entrenador, que dejaba hacer y escuchaba a sus jugadores me introdujo en el grupo de los titulares. Nunca abandoné ese puesto.”-.




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Artículo publicado por Kantauri

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