Oda al Baloncesto (parte II) |
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Este es el segundo de tres artículos en los que reflexiono, de manera muy sencilla, sobre porqué nos gusta tanto el baloncesto. En el artículo anterior hablaba de la belleza plástica de nuestro deporte. Sin duda, aquel que haya visto una acción espectacular sólo podrá tener una queja: que en directo el baloncesto pasa muy rápido. Afortunadamente, con la televisión podemos captar y guardar la imagen para verla de nuevo cuantas veces queramos, y a cámara lenta.
¿Qué tiene el baloncesto para que nos atraiga tanto? Contrastes, variedad, amplitud de aspectos. Es duro y limpio, es mitad lucha, mitad ballet. Hay lucha y contacto físico cuando dos jugadores pugnan por la posición mientras el balón circula lejos de ellos, por el extremo opuesto de la cancha. Uno pretende estar en el lugar que ocupa el otro y viceversa, ya sea para recibir el balón en ataque, para interceptarlo en defensa o para capturar el rebote. Y al ver a un jugador sin balón corriendo en busca de una posición cómoda de tiro, tratando de desprenderse de su defensor, moviendo los pies, girando, saltando, engañando al rival… ¿quién podría decir que no está casi bailando?
Hay muchos tipos de jugador y muchas maneras de jugar al baloncesto: la elegancia, la precisión y la velocidad, o bien la potencia física, la contundencia y la fuerza. Hay belleza en un mate, cuando el jugador alcanza la canasta contraria y hunde en ella el balón, tanto si lo hace limpiamente como si alarga el momento colgándose del aro, tratando de minar la moral del adversario. Hay belleza en un lanzamiento lejano, en esos segundos en los que la mirada queda fija en la parábola perfecta, en el balón que da vueltas sobre si mismo, que parece suspendido en el aire hasta que desciende súbitamente y traspasa la red. Hay belleza en un pase imposible, en la idea de hacer algo que nadie espera y poner el balón dónde y cuándo se quiere, en regalar al compañero la opción de encestar. Tiene también belleza un tapón, un “tú por aquí no pasas”, cuando el defensor pone fin en el cielo a la esperanza del rival.
Si el baloncesto hubiera existido en la Florencia del siglo XVI, estoy seguro de que Miguel Ángel el escultor lo habría elevado a la categoría de Arte. Quizá veríamos hoy sus “esclavos” como pívots fajándose de sus defensores. O tal vez nos haríamos fotos ante un Michael Jordan de mármol, del mismo tamaño que el colosal David, en pleno vuelo hacia la canasta.